lunes, 14 de julio de 2008

Folliando con Dadá


Por Paul Citraro
Cierra rápido la puerta, en pleno estado de shock y violencia. Es el gordo y viene acompañado por un séquito de ritmos entumecidos todavía resonantes del Cabaret Voltaire. La escena representa sin dudas, un muestrario de lo que significa la decisión humana caminando al borde de la cornisa. Nada más alejado de ser Moby Dick, una ballena a tránsito lento; tibio en el Ecuador y frío en los polos. Esto, es otra cosa, un modo polisémico de ser el nuevo prospecto de cómo seguir y seguir sin margen de error las instrucciones para convertirse en el abanderado de las posibles formas y rituales que contempla la autoeliminación humana. Por ahora, solo habita en un pequeño rincón de su cabeza la entramada sospecha de pertenecer al linaje biológico de su tan admirado y odiado Cravan. Y rezar en otra lengua para que Tristán Tzara le arrime la palabra justa que justifique continuar sobreviviendo a Dios. Pretende sin detenimiento alguno ser Melville en medio de ese interrogante, antes de colgar el cable de plancha que dejará sin aire finalmente a la bestia. Un cable viejo por un arpón. Son las reglas de una lenta madrugada pueblerina. Tiene miedo, intuye el final cerca, se babea. Los ojos ciegos y las pupilas desorientadas en medio de la neblina lo aterran, y de pensarse eternamente solo, el corazón le bombea una corrida salvaje. Tiene taquicardia, sufre, llora y maldice lo inevitable. Pero sigue. Sigue sin parar y reparar en el rastro de esa obsesión ideológica que el dadaísmo, se encarga siempre de convertir en carne podrida. Siente bajo la suela de los borceguíes el corazón propio, el molde hereditario de una inconsciencia seminal que se le metió por algún lado y no sabe cómo desterrarla de las cercanías del pensamiento de Jacquetas Vaché, Arthur Cravan y Jacques Rigaut. Esos mismos que habían convertido hace más de medio siglo a la muerte en un bonito y pronunciado acto vanguardista. Esa misma supuesta crisis existencial protagonista definitiva tiempo atrás, habitaría cada centímetro de la humanidad de boxeador medio pesado en el cuerpo de quien todo el mundo, o casi todos conocían como “Chopir” o simplemente, “el gordo”. Y ahora ese todo, tiende a ser más claro, estamos hablando de la crisis de la edad madura con el correspondiente cuestionamiento de la vida como obra definitiva de la muerte. De Nicanor Parra y el shock violento de los Antipoemas ensamblados con un ayuntamiento de una voz tan cavernosa como frágil. Era la excusa perfecta para prescindir de la conciencia pública y sus miradas al respecto, tan atónitas como moralizantes que el gordo lucía en el buen vestir por elegancia. Conocía de nombre apenas a los grandes escritores rusos que dieron lo que Kierkegaard llamaría “el salto de la fe” a una religión ortodoxa. Pero no era así, faltaba más. La nueva biblia de bolsillo para él, estaba escrita en neón chileno y alumbraría las palabras en la interpretación de cada metáfora. Por ahora no hay más que ruinas abandonadas como paisaje, algunos petates sin valor y el señalador con anotaciones y correcciones en un verso que coincide como si fuera escrito con el prepucio de su alma; Fattuo como el cisne/Frío como un riel/Gordo como un pavo/Feo como usted. -No soy yo, no sos vos, es “Don Nicanor”, un viejo descarriado que reemplaza la sintaxis poética por lascivia decadente. Shileno el tipo. Y eso me gusta. Mucho, mucho- bruñe el gordo. Así como Yeats o Lawrence habían inventado sus pseudorreligiones, el gordo tenía la propia, el dadaísmo. Era un método de supervivencia, el madero al cual se aferra uno en medio de un naufragio. Por lo demás, cualesquiera fueran los ritos o los hábitos cotidianos de los artistas de su estirpe, los actos de fe en lo políticamente incorrecto comenzaron a ser cada vez más importante en esa parte integral de su obra. Todos los emprendimientos teatrales que lo referenciaban se acercaban de forma inmediata a pensar ¿qué me importa que Dios exista?, si no puedo vivir para siempre. Pero si Dios no existe, tampoco cambia la forma de la muerte elegida. Deja de ser una presencia de características humanas o mejor, sobrehumanas, para convertirse en una alimaña mental, oscura, siniestra. Pero muy seductora. No es el esqueleto de ningún caballero medieval, ni el amante fatal de los románticos surrealistas. Incluso, por unos minutos, deja de ser el espíritu moribundo de otro mundo. Es el final elegido. El momento de la gran revelación, que de tanto esperar, se ha presentado para explicar finalmente el todo. Un final breve y chato. GLOG…pronuncia el grito seco. La maquinaria suicida se ha detenido. El corazón ya no baila de madrugada con la naif música de Miguel Abuelo, el cuerpo rígido se rompe, se corrompe, y la vida sigue en otra parte. El día cero acaba de empezar y parece no terminar nunca, como Tolstoi, es un buen punto para indignarse por este sin sentido de la existencia que nos ha tocado. Esa mueca graciosa que dice o se tienta en pronunciar que no hay más que vida dentro de la vida misma. En el mejor de los casos, un frasco de caramelos. Por eso, en el suicidio, como una letra faltante de la desesperación, podría estar subyacente una visión radical del mundo. Una realidad en sí misma que la actitud Dadá impedía reconocer bajo el signo de la verdad. Evidentemente, el gordo había hecho su mayor gesto de vanguardia.

(Párrafo de la novela en proceso El Gordo, un pin dadaísta)

viernes, 4 de julio de 2008

Magia Negra


Por Diego Fischerman
A fines de los ’60, Miles Davis era un músico ya legendario, que tenía su lugar asegurado por haber cambiado varias veces al jazz. En esos años en que Los Beatles hablaban de revolución, Hendrix rompía los límites del rock y el público celebraba a la vanguardia, el trompetista de 42 años que había inventado el bop y el cool se encerró por unos días en un estudio con un grupo de futuras estrellas, para grabar en 1969 un disco en el que fusionaría rock, jazz y vanguardia, y con el que volvería a inventar el sonido de la década siguiente.

El año 1969 comienza, como todo, un poco antes.
Un principio podría ser Sgt. Pepper, el primer caso reconocido en el que un grupo pop participó del trabajo de mezcla en el estudio de grabación. O, dicho de otro modo, donde el trabajo de mezcla fue parte del proceso de composición.
Otro punto de inflexión fue el Album blanco y el simple con “Revolution” como cara B y aquello de John Lennon corrigiéndose a sí mismo (“Si se trata de romper todo no cuentes (contá) conmigo”). Ese disco –el primero blanco, el primero doble, el primero en señalar todos los estilos futuros del pop-rock–, al fin y al cabo, salió a la venta en el famoso 68, el mismo año del Mayo Francés, de Axis Bold as Love de Hendrix, de A Saucerful of Secrets de Pink Floyd y de la Sinfonia de Luciano Berio donde a un movimiento completo de una sinfonía de Mahler se le superponían los Swingle Singers, textos poéticos y políticos y hasta lecciones de solfeo.
El ‘68, ese año contra el que despotricó el recientemente electo Sarkozy (“se destruyeron las jerarquías, la diferencia entre el bien y el mal, entre lo feo y lo bello”), fue un año en que las revoluciones (la de Lennon entre otras) estaban a la orden del día. Y fue el año en que, por primera vez, con una tapa filopsicodélica y un título que remitía a Lucy y sus diamantes –Miles in the Sky–, Miles Davis utilizó un instrumento eléctrico, la guitarra, tocada por George Benson. Luego, en ese mismo año, apareció el piano eléctrico en las sesiones que serían publicadas, a comienzos del ‘69, en el disco Filles de Kilimanjaro. Y después, la explosión. “La electricidad según Miles, como la belleza para André Breton, será convulsiva o no será nada”, escribió la revista especializada francesa Jazz Magazine. Se referían, por supuesto, a Bitches Brew.
Cuando se habla de jazz rock se puede estar hablando de muchas cosas diferentes. Del gesto pop –un pop en modo menor, además– de algunos arreglos de discos de jazz (californianos) de los ‘70. Del gesto jazzy de algunos arreglos de discos pop. De algunas experiencias de Frank Zappa; de algunas experiencias de Soft Machine. Pero lo que Miles Davis hace, en Bitches Brew, es apropiarse del lado más exasperado del rock; de aquel que tiene que ver con la guitarra distorsionada de Jimi Hendrix. Nada hay de la rítmica mecánica del pop, nada de la “forma canción”. Lo que interesa a Miles es el rock como ruptura y como estética, ligada tanto al propio sonido –el timbre de los instrumentos eléctricos, la distorsión, los efectos como el wah-wah– como a la manera de producir en el estudio y, también, de concebirse a sí mismo como músico. En una época en que la modernidad caducaba casi de inmediato y las estéticas de apenas unos años atrás pertenecían a un pasado remoto –entre Beatles for Sale, de 1964, y el Album blanco no hay cuatro años de distancia sino una eternidad– Miles Davis, aquel que había sido moderno en la fundación del Be-Bop, a mediados de la década de 1940, se las arreglaba para seguir siéndolo. El sonido de 1945 eran sus grabaciones con Charlie Parker. Y el sonido de 1969 era Hendrix dinamitando el timbre de la guitarra eléctrica en Woodstock y, también, qué duda cabe, era Bitches Brew.
Varios grandes discos del jazz vieron la luz sobre los finales de distintas décadas (el solo de Coleman Hawkins en “Body & Soul”, en 1939, Giant Steps de Coltrane o Ah Um de Mingus, en 1959). Lo curioso es que en cada uno de esos años terminados en 9, Miles Davis fundó el sonido del jazz de la década siguiente. En 1949, con The Birth of the Cool, creó el de la década del ’50, una década cool. En 1959, con Kind of Blue, inauguró la década del ’60, una década blues. Y en 1969 dio comienzo, con Bitches Brew, a la década del ’70. A una década eléctrica. Y, también, una década política, revulsiva, contestataria. Bitches Brew no es sólo eléctrico. Es salvajemente eléctrico. Lo que en los años del bop, con sus notas sostenidas sin vibrato y su preferencia por atacar las frases desde una disonancia tocada casi sin ataque, con suavidad extrema, había sido la profundización de las tensiones armónicas y, luego, a partir de 1959, el trabajo sobre el color y la polirritmia y la abolición de la forma basada en la canción, en los ’70 tomó la forma de improvisaciones colectivas casi sin pautas previas (como en el free pero con un gesto absolutamente distinto del de Albert Ayler, por ejemplo), donde los instrumentos amplificados se daban la mano con una especie de multirracialidad –la incorporación de percusión y sitar– y donde el resultado era una suerte de sonido líquido, multiforme y expansivo.
Pero hay un dato más. Suele decirse que la totalidad es más que la suma de las partes en tanto es el producto de todas ellas más lo que produce su combinación. Esas partes, si se piensa en los músicos involucrados en Bitches Brew, ya son lo suficientemente poderosas de por sí: un supergrupo sin conciencia de serlo. Chick Corea, John McLaughlin, Joseph Zawinul, Dave Holland y Jack DeJohnette serían ni más ni menos que los músicos más importantes de las décadas siguientes. Y, en particular, el jazz rock de los ‘70 tomaría su forma de los grupos que lideraron los tres primeros: Return to Forever (Corea), Mahavishnu Orchestra (McLaughlin) y Weather Report (Zawinul). Como piensa Sarkozy, es posible que el 68 haya derribado las barreras entre lo feo y lo bello. Y es posible que Bitches Brew no sólo no suene “bello” sino que, además de no haberlo buscado, sus artífices se hubieran ofendido ante tal adjetivo. Bitches Brew, sencillamente, invita a escuchar el sonido del Big Bang. Y nadie dijo jamás que el sonido del Big Bang deba ser “bello”.

jueves, 3 de julio de 2008

Impersonales, imitadores y simuladores


Por Carlos Sampayo
El origen del concepto de "persona" está en el teatro clásico. Persona era la máscara con que el actor cubría su rostro para desempeñar uno u otro papel en la tragedia griega. Una de sus derivaciones es "personaje", la otra, que interesa a fines del tema que trataremos, es la de "hacer resonar la voz" que era lo que el actor hacía a traves de la máscara. La historia de la filosofía concede a la persona el don de la trascendencia y de ello se concluye en que si la persona no se trascendiera a sí misma, y no lo hiciera constantemente, permanecería dentro de los límites de la individualidad y acabaría inmersa en una realidad impersonal, la de la cosa.
En esta forma particular de la música que es el jazz, la resonancia de la voz propia es un factor primordial, en tanto esta disciplina artística tiene a la improvisación como elemento diferenciador y definitorio. Si la voz es trascendente, fluye en constante crecimiento y genera un tipo de evolución que es personal a partir del primer momento de emisión, y se vuelve colectiva en su descendencia; este proceso, por otra parte, se da en toda forma de arte. Si la voz es impersonal, no resuena y queda, en una suerte de estaticidad einercia, en una memoria que, en el mejor de los casos, la registra sin darle un nombre, o, si no, la olvida.
Los códigos, y los límites, dentro de los que se mueve la improvisación jazzística son tan amplios como peligrosos. Con estudio, paciencia y dedicación, se los aprende. Con ejercicio es posible aplicarlos. Son, como toda normalización, un marco de referencia. Tratándose de una modalidad de la expresión humana, están complementados con el acervo cultural, la historia de la propia disciplina, las innovaciones técnicas de los particulares instrumentos, la idea del conjunto, más la de evolución. El instrumento mismo es la máscara clásica a través de la cual el verdadero rostro se oculta para dar lugar a la "resonancia de la voz". Si lo que sale del instrumento se limitara a ser una, más o menos perfecta, recopilación de códigos, el resultado es el de la impersonalidad.
Los impersonales más obvios son los imitadores. Extasiados y envueltos en la personalidad de otro artista, repiten (a veces con mayor pericia que el original) lo que ellos consideran proezas y, en origen, no fueron más que la manifestación de un espíritu creativo. Pongo algunos casos como ejemplo con los modelos entre paréntesis: Red Nichols (Bix Beiderbecke), Mezz Mezzrow (Jimmy Noone), Paul Quinichette (Lester Young), Sonny Stitt, aunque él lo negara con acritud (Charlie Parker), Pete Jolly (Horace Silver), Branford Marsalis (a elección según el ánimo), sin olvidar la interminable lista de simplificadores de John Coltrane. Su situación no es forzosamente degradante; alguno de ellos ha brindado momentos de gran belleza musical, pero siempre al escucharlos, se tiene cierta sensación de canibalismo, como si hubieran absorbido de una energía sólo la forma porque la esencia está en la voz primera.
Hay fieles continuadores con gran personalidad, no son en absoluto imitadores. De los grandes artistas del jazz deriva todo el jazz, y no sería lícito reprochar a Bobby Hackett su deuda con Bix y Armstrong; a Stan Getz, Brew Moore o Richie Kamuka el derivar de Lester Young; a Cannonball Adderley, Phil Woods; o Art Pepper venir de Charlie Parker; a Clifford Brown haberse inspirado en Fats Navarro; a Navarro ser un discípulo de Dizzy Gillespie; ni a Freddie Hubbard, Lee Morgan o Woody Shaw provenir de Clifford Brown Las dos tipologías antes expuestas son consecuencia de una única dinámica y ésta se halla en la extraordinaria interrelación que contribuye a una improbable definición del jazz. Tanto los imitadores como los continuadores responden al estímulo de los puntos más elevados de una creatividad colectiva, lo que varía es el resultado y sus derivaciones. Mientras que a nadie en su sano juicio se le ocurría ser un seguidor de Red Nichols o Paul Quinichette (si ha tenido antes la oportunidad de escuchar a Bix Beiderbecke y Lester Young ), es lícito seguir en la línea de Lester Young a partir de Stan getz, o en la de Clifford Brown vía Freddie Hubbard, porque esta continuidad hace a la evolución misma. En los puntos más elevados de ese proceso emergen las voces conductoras que, siempre, proceden de otras.
Los imitadores son fáciles de ubicar. Los simuladores, no. Esta dificultad parte del hecho mismo de la simulación, que no siempre es consciente, aunque a veces sí lo sea.
No hay consideraciones cualitativas en esto último. Muchos simuladores, como los imitadores, son músicos de gran preparación. Siempre me llamó la atención la fobia que sentía Boris Vian hacia el trombonista Bill Harris, una de las estrellas solistas de la orquesta de Woody Herman. El asunto daba que pensar: finalmente no era para tanto, a Boris le hubiera bastado con evitarse la desazón de escucharlo. Ahora puedo inferir que Vian veía en Harris una especie de paradigma del simulador y que ese músico, no obstante ser un solvente improvisador, más que crear aparentaba hacerlo. La de Vian era, como pueden serlo mis propios juicios y suposiciones, una visión personal. Hay músicos que para mí son simuladores impersonales cuando para otras personas son verdaderos creadores; sin ánimo de escandalizar citaré a tres: Curtis Fuller, Johnny Griffin y Clifford Jordan. La elección es deliberada puesto que se trata de tres músicos muy conocidos y con una considerable cantidad de admiradores. De los tres solamente hablé una vez con el primero y me dijo algo que terminaba de confirmar mi definición de su música (no convincente): "Nocrea que soy sólo un músico de jazz, yo tengo otros intereses en el campo del arte". Esta necesidad de salirse de los cauces está, seguramente, en la falta de convicción profunda que hay en su música. Fuller es una extraordinario ejecutante de trombón, pero en ninguna de sus grabaciones, ni en las veces que le escuché personalmente, pude advertir la chispa de la creación (o aún de la recreación) original.
En cuanto a Griffin, alguna vez definido como el más técnico de los saxos tenor del jazz moderno, creo que su impersonalidad parte del hecho de que su elección como ejecutante está colocada en la puesta en escena: sabe que puede deslumbrar y hasta causar vértigo con su digitación prodigiosa y con su sonoridad, y escoge hacerlo cada vez; ninguna de sus ideas es original y si sorprende es por su previsibilidad. El caso de Clifford Jordan es diferente: no tiene la espectacularidad de los otros dos citados, pero garantiza la tranquilidad de la cosa bien hecha. No conozco ni un caso en que este saxofonista haya sido reconocido en un blindfold test, salvo que el encuestado conociera la grabación de antemano. Su voz personal es nula.
La máscara tiene otros matices, y puede hacer resonar la propia voz en modo perfectamente reconocible, pero insignificante. Tal es el caso del trompetista Charlie Shavers, simpático personaje que prestó su espléndida pericia al quinteto que John Kirby dirigía a finales de los años treinta. Su primo menor, nada menos que Theodore "Fats" Navarro decía de Charlie que era admirable (y atendible) como instrumentista, pero que no le interesaba como músico de jazz. ¿Qué significa esta diferencia? ¿Quizá Navarro se sintiera miembro de un colectivo inexpugnable en su pureza cultural? No; no es más que una discriminación sensible: Charlie no tenía nada que decir y cada vez que acometía un solo decía precisamente eso, que su discurso era solamente forma; debe reconocerse que tanta insistencia no deja de ser un ejemplo de honradez. A la manera de un tertuliante en épocas de libertades coartadas, Charlie Shavers elaboraba una prosopopeya deslumbrante tanto para incautos como para los estudiantes de trompeta. Apolíneo y brillante, su máscara ocultaba la indefinición.

martes, 1 de julio de 2008

Ocho brazos para abrazarte


Por Hanif Kureishi
Para el señor Hogg resultaba insoportable que cuatro hombres jóvenes, sin ninguna educación importante, pudiesen ser los portadores de tanto talento y merecedores de la aclamación de la crítica. Pero Hogg tenía una actitud un tanto sagrada hacia la cultura. “Es culto”, decía de alguien; el antónimo de “Es vulgar”. La cultura, incluso la cultura popular –por ejemplo, las canciones folk–, era algo para lo que se necesitaba poner una cara especial, conseguida tras muchos años de pesados estudios. La cultura involucraba una forma particular de arrugar la nariz, una mirada distante (hacia lo sublime), una manera de fruncir los labios en forma de boca de piñón. Hogg sabía. Todo esto iba acompañado, además, de signos indumentarios para entendidos, consistentes en parches de cuero cosidos a los codos de unos sacos lustrosos y antiguos.
Como es obvio, Los Beatles no habían nacido inmersos en el conocimiento. Tampoco lo habían adquirido en ninguna academia o universidad reconocidas. Por el contrario, con apenas veinte años cumplidos, los Fabulosos hacían cultura una y otra vez, sin ningún esfuerzo, incluso mientras gesticulaban y hacían guiños ante las cámaras como si fuesen escolares.
Sentado en mi dormitorio, dedicado a escuchar a Los Beatles en un Grundig de bobina, comencé a comprender que admitir el genio de Los Beatles resultaría devastador para Hogg. Le quitaría demasiadas cosas. Las canciones que eran tan perfectas y hablaban de sentimientos comunes tan fáciles de reconocer –“She Loves You”, “Please, Please Me”, “I Wanna Hold Your Hand”– habían sido escritas por Brian Epstein y George Martin porque Los Beatles sólo eran muchachos como nosotros: ignorantes, groseros, maleducados; muchachos que jamás, en un mundo justo, conseguirían hacer nada importante con sus vidas. Esta creencia implícita, o forma de desprecio, no era abstracta. Nosotros sentíamos y algunas veces reconocíamos –y la actitud de Hogg hacia Los Beatles lo ejemplificaba– que nuestros maestros no sentían ningún respeto hacia nosotros como personas capaces de aprender, de encontrar que el mundo era interesante y de querer conocerlo.
Los Beatles también le resultaban difíciles de digerir a Hogg porque para él había una jerarquía entre las artes. En la cumbre se encontraban la música clásica y la poesía, junto a la gran pintura y la novela. En medio estaban ejemplos no muy buenos de todas las anteriores. Al final de la lista, y apenas consideradas como formas artísticas, el cine (“las películas”), la televisión y, finalmente, lo más ínfimo: la música pop.
Pero en los albores posmodernos –a mediados de los sesenta– me gustaría creer que Hogg comenzó a experimentar un vértigo cultural, motivo por el cual, en primer lugar, se preocupó por Los Beatles. Pensó que él sabía lo que era cultura, lo que tenía peso, y qué cosas se necesitaban saber para ser educado. Estas cosas no eran relativas, no eran una cuestión de gusto o voluntad. Existían nociones objetivas; había criterios y Hogg sabía cuáles eran. O al menos pensaba que lo sabía. Pero esta forma particular de certidumbre, de autoridad intelectual, junto con muchas otras formas de autoridad, estaba cambiando. La gente ya no sabía dónde estaba.
Además, tampoco se podía ignorar a Los Beatles incluso aposta. Estos rockeros de traje eran únicos en la música popular inglesa, mucho más importantes que cualquiera anterior. Qué placer era pasar montado en el autobús por delante del palacio de Buckingham, y saber que la reina estaba en su interior, en zapatillas, viendo su película favorita, Submarino amarillo, y tarareando “Eleanor Ribgy” (“All the lonely people...”).
A Los Beatles no se les podía dejar de lado tan fácilmente como a los Rolling Stones, que a menudo parecían un sucedáneo de grupo americano, especialmente cuando Mick Jagger comenzó a cantar con acento americano. Pero la música de Los Beatles era de una belleza sobrenatural y se trataba de música inglesa. En ella se podían escuchar canciones picarescas de los teatros de variedades, baladas de taberna y, lo más importante, himnos. Los Fabulosos tenían las voces y el aspecto de niños de coro, y su talento era tan grande que podían hacer cualquier cosa –canciones de amor, cómicas, infantiles y estribillos para los hinchas de fútbol (en White Hart Lane, donde está el campo de Tottenham Hotspurs, cantábamos: “Here, there and every-fucking-where, Jimmy Greaves, Jimmy Greaves”). También podían hacer rock and roll, si bien tendían a parodiarlo, después de haberlo dominado desde el principio.
Un día, mientras estaba en la biblioteca de la escuela, durante la hora del almuerzo, encontré un ejemplar de la revista Life donde había un buen número de citas correspondientes a la biografía de Los Beatles escrita por Hunter Davies, el primer libro importante acerca de ellos y su infancia. No tardó en ser robado de la biblioteca y pasado de mano en mano, entre los alumnos, como una especie de “Vida de Santos” contemporánea. (Según el programa escolar debíamos leer a Gerald Durrell y a C. S. Forester, pero teníamos nuestros propios libros, que discutíamos, de la misma manera que nos intercambiábamos y discutíamos los discos. Nos gustaban Candy, El señor de las moscas, James Bond, Mervyn Peake y Sex Manner for Men, entre otras cosas.)
Por fin mis padres me regalaron la biografía para mi cumpleaños. Fue el primer libro de tapa dura que tuve y, con la excusa de estar enfermo, me tomé un día libre de la escuela para leerlo, con largas pausas entre capítulos para prolongar el placer. Pero The Beatles no me satisfizo de la manera que había imaginado. No era como escuchar, pongamos por caso, Revolver, después de lo cual te sentías inspirado y satisfecho. El libro me perturbó y embriagó; me hizo sentirme intranquilo e insatisfecho con mi vida. Tras leer acerca de los logros de Los Beatles, comencé a pensar que no esperaba gran cosa de mí mismo, que ninguno de la escuela lo esperaba. Al cabo de un par de años comenzaríamos a trabajar, no mucho más tarde nos casaríamos, y compraríamos una casa pequeña en el barrio. Nuestra forma de vida ya estaba decidida aun antes de haberse iniciado.
Para mi gran sorpresa, resultó ser que los Fabulosos eran chicos provincianos de clase media baja; no eran ricos ni pobres, su música no surgía de las penurias, ni tampoco contaban con los privilegios de la cultura. Lennon era duro, pero no era la pobreza la que le había hecho así. El Liverpool Institute, al que habían ido Paul y George, era un colegio bueno. El padre de McCartney ganaba dinero suficiente como para que Paul y su hermano Michael pudiesen tomar lecciones de piano. Más tarde, el padre le había regalado una guitarra.
Nosotros no teníamos guías o modelos a imitar entre los políticos, militares o figuras religiosas, o para el caso ni siquiera entre las estrellas de cine, como habían tenido nuestros padres. Los futbolistas y las estrellas del pop eran las figuras reverenciadas por mi generación, y Los Beatles, más que cualquier otro, constituían un ejemplo para legiones de jóvenes. Si el hecho de provenir de una clase equivocada restringía el sentido de lo que podías ser, entonces ninguno de nosotros se convertiría en doctor, abogado, científico o político. Estábamos condenados a ser empleados, funcionarios, vendedores de seguros y agentes de viaje.
No es que llevar algún tipo de vida creativa fuese algo totalmente imposible. A mediados de los sesenta, los medios de comunicación comenzaron a crecer. Hubo una demanda de diseñadores, artistas gráficos y cosas parecidas. En nuestras clases de arte diseñamos envases para tubos de dentífrico y fundas para discos con el fin de estar preparados, si llegaba la ocasión, para ir a la escuela de arte. Entonces estas escuelas gozaban de una gran fama entre los muchachos; se las consideraba como lugares de anarquía, las fuentes del arte pop británico, de numerosos grupos pop y generadoras de luminarias como Pete Townshend, Keith Richards, Ray Davies y John Lennon. Junto con el Royal Court y la sección dramática de la BBC, las escuelas de arte eran la institución cultural más importante en la Gran Bretaña de la posguerra, y algunos chicos afortunados consiguieron refugiarse en ellas. En una ocasión, me escapé del colegio para pasar el día en la escuela de arte local. En los pasillos, los muchachos sentados en el suelo con las piernas cruzadas iban despeinados y tenían las ropas manchadas de pintura. Una banda ensayaba en el comedor. Les gustaba tanto estar allí que se quedaron hasta la medianoche. Junto a la entrada trasera había preservativos tirados en el césped.
Pero estos muchachos estaban condenados a ser artistas comerciales, que era, por lo menos, un “trabajo honesto”. El arte comercial era una cosa aceptable, pero cualquier cosa que se aproximara demasiado al arte puro producía vergüenza; era pretencioso. Incluso la educación caía en esta trampa. Posteriormente, cuando fui a la universidad, mis vecinas se asomaban en bata y zapatillas para contemplarme y chismorrear entre ellas mientras yo pasaba calle abajo con mi enorme abrigo militar de segunda mano y una pila de libros de la biblioteca. Quisiera creer que eran los libros y no el abrigo la razón de sus protestas –la idea de que estaban financiando mi inutilidad con sus impuestos–. Sin duda alimentar mi cerebro no produciría ningún beneficio al mundo; sólo serviría para darme más argumentos; creas una intelligentsia y lo único que consigues es que te critiquen en el futuro.
(...)
Entonces podía, al menos, prepararme para ser un aprendiz. Pero, por desgracia para los vecinos, nosotros habíamos visto A Hard Day’s Night en el Bromley Odeon. Junto con nuestras madres, gritamos durante toda la proyección, con los dedos en los oídos. Después, no sabíamos qué hacer con nosotros mismos, adónde ir, cómo exorcizar la pasión que habían despertado Los Beatles. Lo habitual ya no era suficiente; ¡ahora ya no podíamos aceptar lo común de cada día! Deseábamos el éxtasis, la magnificencia, lo extraordinario: ¡hoy!
Para la mayoría, este placer sólo duró unas pocas horas y entonces se esfumó. Pero para otros abrió una puerta al tipo de vida que quizás, algún día, se pudiese alcanzar. Y así Los Beatles pasaron a representar las posibilidades y las oportunidades. Eran oficiales de carrera, un mito para guiarnos, una luz a la que seguir.
¿Cómo podía ser? ¿Cómo era posible que entre todos los grupos surgidos en aquel gran período pop Los Beatles fuesen los más peligrosos, los más amenazadores, los más subversivos? Hasta que conocieron a Dylan y, más tarde, tomaron ácido, Los Beatles vestían trajes a juego y escribían inocentes canciones de amor que no ofrecían mucha ambigüedad o llamadas a la rebelión. Ellos carecían de la sexualidad de Elvis, la introspección de Dylan y la malhumorada agresividad de Jagger. Y sin embargo..., y sin embargo –ésta es la cuestión–. Todo lo referente a Los Beatles representaba placer, y para los jóvenes provincianos y de las afueras de Londres el placer sólo era el resultado y la justificación del trabajo. El placer era la recompensa del trabajo y se gozaba sólo durante los fines de semana y fuera del horario laboral.
Pero cuando veías A Hard Day’s Night o Help!, estaba bien claro que aquellos cuatro muchachos se lo pasaban bomba; las películas transmitían libertad y disfrute. En ellas no había rastro alguno de la larga y lenta acumulación de seguridad y estatus, los movimientos año tras año hacia la satisfacción que se esperaba que pidiéramos a la vida. Sin ninguna conciencia, deber o preocupación por el futuro, todo lo referente a Los Beatles hablaba de alegría, abandono y atención a las necesidades de uno mismo. Los Beatles se convirtieron en héroes de los jóvenes porque no eran respetuosos; ninguna autoridad había quebrantado su espíritu; tenían confianza en sí mismos; eran divertidos; contestaban; nadie podía hacerles callar. Era esta independencia, creatividad y poder adquisitivo de Los Beatles lo que tanto preocupaba a Hogg. Su hedonismo ingenuo y sus logros deslumbrantes resultaban demasiado paradójicos. Para Hogg, darles su aprobación sincera hubiese sido como decir que el crimen da dividendos. Pero rechazar el mundo nuevo de los sesenta era admitir ser anticuado y estar fuera de contacto con la realidad.
Hubo una última estrategia desarrollada en aquel tiempo por los defensores del mundo convencional. Era la posición común de los vecinos. Argumentaban que el talento de tales grupos era escaso. El dinero lo gastarían tan deprisa como lo habían ganado, derrochado en objetos que eran demasiado ignorantes para poder apreciar. Estos músicos eran incapaces de pensar en el futuro. Qué tontos eran en desperdiciar la posibilidad de un trabajo seguro a cambio del placer de disfrutar de la admiración adolescente durante seis meses.
Esta actitud burlona de “cualquiera-puede-hacerlo” ante Los Beatles no representaba necesariamente una cosa mala. Cualquiera podía tener un grupo –y lo tuvo–. Pero desde el primer momento estuvo bien claro que Los Beatles no eran un grupo de tres al cuarto como los Merseybeats o Freddie and the Dreamers. Durante la época en que Hogg se preocupaba acerca de la autoría de “I Saw Her Standing There” y quitaba los bajos de “She’s Leaving Home”, al mismo tiempo que se preparaba para acostumbrarse a ellos, Los Beatles hacían algo que jamás se había hecho antes. Escribían canciones acerca de las drogas, canciones que sólo podían ser comprendidas en su totalidad por personas que tomaban drogas, canciones destinadas a ser disfrutadas plenamente si estabas drogado mientras las escuchabas.
Paul McCartney había admitido que tomaba drogas, especialmente LSD. Esta noticia resultó muy sorprendente en aquel entonces. Para mí, la única imagen que me sugerían las drogas era la de los esqueléticos drogadictos chinos en fumaderos de opio cochambrosos y adictos a la morfina en las películas de clase B; también la de la esposa de Larga jornada hacia la noche. ¿Qué estaban haciendo con sus vidas aquellos melenudos? ¿Hacia dónde nos llevaban?
En la cubierta de la funda de Peter Blake para Sgt. Pepper, entre Sir Robert Peel y Terry Southern aparece un ex alumno de Eton y novelista mencionado en En busca del tiempo perdido y considerado un genio por Proust: Aldous Huxley. Huxley fue el primero en tomar mescalina en 1953, doce años antes de que Los Beatles utilizaran LSD. Tomó drogas psicodélicas en once ocasiones, incluso cuando agonizaba su esposa le inyectó LSD.
Durante su primer viaje, Huxley experimentó la sensación de convertirse en cuatro sillas de bambú. Cuando los pliegues de sus pantalones de franela gris empezaron a “ser”, el mundo se convirtió en un organismo vivo, atractivo, imprevisible. En este universo transfigurado, Huxley comprendió tanto el miedo como la necesidad de lo “maravilloso”; que uno de los principales apetitos del alma era la “trascendencia”. En un mundo alienado y rutinario, regido por el hábito, la necesidad de escapar, de la euforia, del estímulo de las sensaciones, no se podía negar.
A pesar de su entusiasmo por el LSD, cuando Huxley tomó psilocibina junto con Timothy Leary en Harvard, se sintió alarmado por las ideas de Leary acerca de un uso más amplio de las drogas psicodélicas. Pensó que Leary era un “burro” y consideró que el LSD, en el caso de que se quisiera ampliar su uso, debía estar destinado a una elite cultural –a los artistas, psicólogos, filósofos y escritores–. Era importante que las drogas psicodélicas se empleasen con seriedad, en primer lugar como una ayuda a la medicación. Sin ninguna duda, no cambiarían nada en el mundo, por ser “incompatibles con la acción e incluso con el deseo de actuar”. Huxley se mostró especialmente inquieto por las cualidades afrodisíacas del LSD, y le escribió a Leary: “Le recomiendo vivamente que no se vaya de la lengua con el sexo. Ya hemos montado bastante revuelo al sugerir que las drogas pueden estimular las experiencias estéticas y religiosas”.
Pero no había nada que Huxley pudiese hacer para irse de la lengua. En 1961, Leary le dio LSD a Allen Ginsberg, que se convenció de que la droga contenía las posibilidades del cambio político. Cuatro años más tarde, Los Beatles conocieron a Ginsberg por medio de Bob Dylan. En su propia fiesta de cumpleaños, Ginsberg apareció desnudo, excepto por unos calzoncillos en la cabeza y un cartelito de “No molesten” colgado del pene. Posteriormente, John Lennon aprendería mucho del estilo de exhibicionismo de Ginsberg como protesta, pero en esa ocasión se apartó de él diciendo: “¡Estas cosas no se hacen delante de las chicas!”
Durante la segunda mitad de la década de los sesenta Los Beatles funcionaron como un canal poco común pero necesario e importante en la popularización de ideas esotéricas: sobre el misticismo, sobre las diferentes formas de participación política y sobre las drogas. Muchas de estas ideas tenían su origen en Huxley. Los Beatles podían seducir al mundo en parte por su inocencia. Eran, básicamente, unos buenos chicos que se habían vuelto malos. Y cuando se convirtieron en chicos malos, arrastraron a un montón de gente con ellos.
Lennon proclamó que había hecho centenares de “viajes”, y él era la clase de persona que podía tener interés en experimentar estados mentales poco comunes. El LSD crea euforia y suspende las inhibiciones; puede hacernos conscientes del sabor intenso de la vida. En la escalada de conciencia del “viajero”, también se estimula la memoria. Lennon sabía que la fuente de su arte era el pasado, y sus canciones ácidas estaban llenas de melancolía, autoexamen y arrepentimiento. Por lo tanto, no debe sorprendernos que Sgt. Pepper, que en un momento dado debía incluir “Strawberry Fields” y “Penny Lane”, estuviese concebido en un principio como un álbum de canciones acerca de la infancia de Lennon y McCartney.
Muy pronto Los Beatles comenzaron a vestir prendas diseñadas para ser interpretadas por personas que estaban colocadas. Dios sabe cuánto “ser” hubiese experimentado Huxley de haber podido ver a John Lennon en 1967, vestido con una camisa estampada con flores verdes, pantalones de pana roja, calcetines amarillos y un bolso donde llevaba las monedas y las llaves. No se trataba de adaptaciones baratas pero a la moda de lo que los varones jóvenes habían vestido desde finales de los cuarenta –camperas y pantalones tejanos, zapatillas de deporte, botas de trabajo o DM, gorras de béisbol, camperas de cuero–, estilos democráticos prácticos para el trabajo. Los Beatles rechazaron esta concepción del trabajo. Como dandies baudelerianos se podían permitir el lujo de vestir de una forma irónica y afeminada, por diversión, más allá de las convenciones habituales. Se apartaron del afanoso mundo de la posguerra cargado con los recuerdos de la devastación y el miedo –la guerra estaba más cercana a ellos de lo que Sgt. Pepper lo está de mí– vestidos con relucientes trajes de orquesta, terciopelo arrugado, sedas color durazno y cabellos largos; sus ropas eran maravillosamente no funcionales, y encarnaban su creatividad y los placeres del consumo de drogas.
En 1966, Los Beatles se comportaban como si hablasen directamente con todo el mundo. Esto no era ninguna apreciación equivocada; estaban en el centro de la vida de millones de jóvenes en Occidente. Sin ninguna duda es el único grupo pop del que se puede decir que, culturalmente, sin ellos, las cosas hubiesen sido muy diferentes. Todo esto no significa que lo que hacían tenía influencia e importancia. En ese momento, antes de que la gente fuese consciente del poder de los medios de comunicación, los cambios sociales sancionados por Los Beatles prácticamente ya habían ocurrido sin que nadie se diera cuenta. Los músicos siempre habían estado relacionados con las drogas, pero Los Beatles fueron los primeros en exhibir su empleo –marihuana y LSD– en público y sin vergüenza. Jamás dijeron, como hacen los músicos ahora –cuando los descubren–, que las drogas eran un “problema” para ellos. Y, a diferencia de los Rolling Stones, jamás fueron humillados por el consumo de drogas ni detenidos. Se dice que en una redada realizada en la casa de Keith Richards en 1967 la policía esperó a que George Harrison saliera antes de entrar.
Los Beatles hicieron que tomar drogas pareciera una experiencia divertida, elegante y liberadora; al igual que ellos, veías y sentías de una manera que jamás hubieras imaginado posible. Su respaldo, mucho más que el de cualquier otro grupo o individuo, libró a las drogas de sus asociaciones subculturales, vanguardistas y, en general, sórdidas, para convertirlas en parte de la actividad juvenil. Desde entonces, las drogas ilegales han acompañado a la música, la moda y la danza como parte de lo que significa ser joven en Occidente.
Allen Ginsberg llamó a Los Beatles “el paradigma de la era”, y, desde luego, estuvieron condenados a vivir el resto de su época con todas sus locuras, extremismos y meritorios idealismos. Un sinnúmero de preocupaciones de la época fueron expresadas a través de los Fabulosos. Incluso Apple Corps fue una idea característica de los sesenta: un intento de hacer funcionar una empresa comercial de una manera informal, creativa y no materialista.
Por mucho que hicieran o por mucho que se equivocaran, en cuestiones musicales Los Beatles siempre estaban por encima, y quizá fue eso, paradójicamente, lo que hizo inevitable su final. La pérdida de control que pueden acarrear las drogas psicodélicas, la furia política de los sesenta y su violencia antiautoritarias, la locura y la falta de autenticidad como estrellas del pop, en muy pocas ocasiones violan el perfecto acabado de su música. Canciones como “Revolution” y “Helter Skelter” intentan expresar pasiones no estructuradas o muy profundas, pero Los Beatles tienen demasiado control como para permitir que su música se desmande. Jamás han sonado como si el grupo fuera a desintegrarse por la pura fuerza del sentimiento, como ocurre con Hendrix, los Who o Velvet Underground. Su capacidad es tan grande que toda la locura puede quedar contenida en una canción. Incluso “Strawberry Fields” y “I Am the Walrus” son logradas y contenidas. La excepción es “Revolution Nº 9”, que fue incluida en el White Album porque Lennon la defendió a capa y espada; quería romper con la estructura y la formalidad de su música pop. Pero Lennon tuvo que dejar Los Beatles para continuar en aquella dirección y no fue hasta su primer álbum en solitario cuando consiguió desprenderse de la parafernalia de Los Beatles y exhibir el sentimiento puro que buscaba.
Al menos, esto es lo que pretendía Lennon. En los setenta, las tendencias de la liberación de los sesenta se bifurcaron en dos corrientes; el hedonismo, el autoengrandecimiento y la decadencia, encarnada por los Stones; y la política seria y la autoexploración, representada por Lennon. Continuó participando activamente en las obsesiones de su tiempo, como iniciado y líder, y esto lo convirtió en la principal figura de la cultura de su época, de la misma manera que Brecht lo fue, por ejemplo, durante los años treinta y cuarenta.
Pero, para continuar su desarrollo, Lennon tuvo que abandonar el marco de Los Beatles y trasladarse a América. Tuvo que deshacer Los Beatles para poder seguir con una vida interesante.
Este retrato está incluido en Soñar y contarde Hanif Kureishi.(Editorial Anagrama).