Por Carlos Sampayo
El origen del concepto de "persona" está en el teatro clásico. Persona era la máscara con que el actor cubría su rostro para desempeñar uno u otro papel en la tragedia griega. Una de sus derivaciones es "personaje", la otra, que interesa a fines del tema que trataremos, es la de "hacer resonar la voz" que era lo que el actor hacía a traves de la máscara. La historia de la filosofía concede a la persona el don de la trascendencia y de ello se concluye en que si la persona no se trascendiera a sí misma, y no lo hiciera constantemente, permanecería dentro de los límites de la individualidad y acabaría inmersa en una realidad impersonal, la de la cosa.
En esta forma particular de la música que es el jazz, la resonancia de la voz propia es un factor primordial, en tanto esta disciplina artística tiene a la improvisación como elemento diferenciador y definitorio. Si la voz es trascendente, fluye en constante crecimiento y genera un tipo de evolución que es personal a partir del primer momento de emisión, y se vuelve colectiva en su descendencia; este proceso, por otra parte, se da en toda forma de arte. Si la voz es impersonal, no resuena y queda, en una suerte de estaticidad einercia, en una memoria que, en el mejor de los casos, la registra sin darle un nombre, o, si no, la olvida.
Los códigos, y los límites, dentro de los que se mueve la improvisación jazzística son tan amplios como peligrosos. Con estudio, paciencia y dedicación, se los aprende. Con ejercicio es posible aplicarlos. Son, como toda normalización, un marco de referencia. Tratándose de una modalidad de la expresión humana, están complementados con el acervo cultural, la historia de la propia disciplina, las innovaciones técnicas de los particulares instrumentos, la idea del conjunto, más la de evolución. El instrumento mismo es la máscara clásica a través de la cual el verdadero rostro se oculta para dar lugar a la "resonancia de la voz". Si lo que sale del instrumento se limitara a ser una, más o menos perfecta, recopilación de códigos, el resultado es el de la impersonalidad.
Los impersonales más obvios son los imitadores. Extasiados y envueltos en la personalidad de otro artista, repiten (a veces con mayor pericia que el original) lo que ellos consideran proezas y, en origen, no fueron más que la manifestación de un espíritu creativo. Pongo algunos casos como ejemplo con los modelos entre paréntesis: Red Nichols (Bix Beiderbecke), Mezz Mezzrow (Jimmy Noone), Paul Quinichette (Lester Young), Sonny Stitt, aunque él lo negara con acritud (Charlie Parker), Pete Jolly (Horace Silver), Branford Marsalis (a elección según el ánimo), sin olvidar la interminable lista de simplificadores de John Coltrane. Su situación no es forzosamente degradante; alguno de ellos ha brindado momentos de gran belleza musical, pero siempre al escucharlos, se tiene cierta sensación de canibalismo, como si hubieran absorbido de una energía sólo la forma porque la esencia está en la voz primera.
Hay fieles continuadores con gran personalidad, no son en absoluto imitadores. De los grandes artistas del jazz deriva todo el jazz, y no sería lícito reprochar a Bobby Hackett su deuda con Bix y Armstrong; a Stan Getz, Brew Moore o Richie Kamuka el derivar de Lester Young; a Cannonball Adderley, Phil Woods; o Art Pepper venir de Charlie Parker; a Clifford Brown haberse inspirado en Fats Navarro; a Navarro ser un discípulo de Dizzy Gillespie; ni a Freddie Hubbard, Lee Morgan o Woody Shaw provenir de Clifford Brown Las dos tipologías antes expuestas son consecuencia de una única dinámica y ésta se halla en la extraordinaria interrelación que contribuye a una improbable definición del jazz. Tanto los imitadores como los continuadores responden al estímulo de los puntos más elevados de una creatividad colectiva, lo que varía es el resultado y sus derivaciones. Mientras que a nadie en su sano juicio se le ocurría ser un seguidor de Red Nichols o Paul Quinichette (si ha tenido antes la oportunidad de escuchar a Bix Beiderbecke y Lester Young ), es lícito seguir en la línea de Lester Young a partir de Stan getz, o en la de Clifford Brown vía Freddie Hubbard, porque esta continuidad hace a la evolución misma. En los puntos más elevados de ese proceso emergen las voces conductoras que, siempre, proceden de otras.
Los imitadores son fáciles de ubicar. Los simuladores, no. Esta dificultad parte del hecho mismo de la simulación, que no siempre es consciente, aunque a veces sí lo sea.
No hay consideraciones cualitativas en esto último. Muchos simuladores, como los imitadores, son músicos de gran preparación. Siempre me llamó la atención la fobia que sentía Boris Vian hacia el trombonista Bill Harris, una de las estrellas solistas de la orquesta de Woody Herman. El asunto daba que pensar: finalmente no era para tanto, a Boris le hubiera bastado con evitarse la desazón de escucharlo. Ahora puedo inferir que Vian veía en Harris una especie de paradigma del simulador y que ese músico, no obstante ser un solvente improvisador, más que crear aparentaba hacerlo. La de Vian era, como pueden serlo mis propios juicios y suposiciones, una visión personal. Hay músicos que para mí son simuladores impersonales cuando para otras personas son verdaderos creadores; sin ánimo de escandalizar citaré a tres: Curtis Fuller, Johnny Griffin y Clifford Jordan. La elección es deliberada puesto que se trata de tres músicos muy conocidos y con una considerable cantidad de admiradores. De los tres solamente hablé una vez con el primero y me dijo algo que terminaba de confirmar mi definición de su música (no convincente): "Nocrea que soy sólo un músico de jazz, yo tengo otros intereses en el campo del arte". Esta necesidad de salirse de los cauces está, seguramente, en la falta de convicción profunda que hay en su música. Fuller es una extraordinario ejecutante de trombón, pero en ninguna de sus grabaciones, ni en las veces que le escuché personalmente, pude advertir la chispa de la creación (o aún de la recreación) original.
En cuanto a Griffin, alguna vez definido como el más técnico de los saxos tenor del jazz moderno, creo que su impersonalidad parte del hecho de que su elección como ejecutante está colocada en la puesta en escena: sabe que puede deslumbrar y hasta causar vértigo con su digitación prodigiosa y con su sonoridad, y escoge hacerlo cada vez; ninguna de sus ideas es original y si sorprende es por su previsibilidad. El caso de Clifford Jordan es diferente: no tiene la espectacularidad de los otros dos citados, pero garantiza la tranquilidad de la cosa bien hecha. No conozco ni un caso en que este saxofonista haya sido reconocido en un blindfold test, salvo que el encuestado conociera la grabación de antemano. Su voz personal es nula.
La máscara tiene otros matices, y puede hacer resonar la propia voz en modo perfectamente reconocible, pero insignificante. Tal es el caso del trompetista Charlie Shavers, simpático personaje que prestó su espléndida pericia al quinteto que John Kirby dirigía a finales de los años treinta. Su primo menor, nada menos que Theodore "Fats" Navarro decía de Charlie que era admirable (y atendible) como instrumentista, pero que no le interesaba como músico de jazz. ¿Qué significa esta diferencia? ¿Quizá Navarro se sintiera miembro de un colectivo inexpugnable en su pureza cultural? No; no es más que una discriminación sensible: Charlie no tenía nada que decir y cada vez que acometía un solo decía precisamente eso, que su discurso era solamente forma; debe reconocerse que tanta insistencia no deja de ser un ejemplo de honradez. A la manera de un tertuliante en épocas de libertades coartadas, Charlie Shavers elaboraba una prosopopeya deslumbrante tanto para incautos como para los estudiantes de trompeta. Apolíneo y brillante, su máscara ocultaba la indefinición.
El origen del concepto de "persona" está en el teatro clásico. Persona era la máscara con que el actor cubría su rostro para desempeñar uno u otro papel en la tragedia griega. Una de sus derivaciones es "personaje", la otra, que interesa a fines del tema que trataremos, es la de "hacer resonar la voz" que era lo que el actor hacía a traves de la máscara. La historia de la filosofía concede a la persona el don de la trascendencia y de ello se concluye en que si la persona no se trascendiera a sí misma, y no lo hiciera constantemente, permanecería dentro de los límites de la individualidad y acabaría inmersa en una realidad impersonal, la de la cosa.
En esta forma particular de la música que es el jazz, la resonancia de la voz propia es un factor primordial, en tanto esta disciplina artística tiene a la improvisación como elemento diferenciador y definitorio. Si la voz es trascendente, fluye en constante crecimiento y genera un tipo de evolución que es personal a partir del primer momento de emisión, y se vuelve colectiva en su descendencia; este proceso, por otra parte, se da en toda forma de arte. Si la voz es impersonal, no resuena y queda, en una suerte de estaticidad einercia, en una memoria que, en el mejor de los casos, la registra sin darle un nombre, o, si no, la olvida.
Los códigos, y los límites, dentro de los que se mueve la improvisación jazzística son tan amplios como peligrosos. Con estudio, paciencia y dedicación, se los aprende. Con ejercicio es posible aplicarlos. Son, como toda normalización, un marco de referencia. Tratándose de una modalidad de la expresión humana, están complementados con el acervo cultural, la historia de la propia disciplina, las innovaciones técnicas de los particulares instrumentos, la idea del conjunto, más la de evolución. El instrumento mismo es la máscara clásica a través de la cual el verdadero rostro se oculta para dar lugar a la "resonancia de la voz". Si lo que sale del instrumento se limitara a ser una, más o menos perfecta, recopilación de códigos, el resultado es el de la impersonalidad.
Los impersonales más obvios son los imitadores. Extasiados y envueltos en la personalidad de otro artista, repiten (a veces con mayor pericia que el original) lo que ellos consideran proezas y, en origen, no fueron más que la manifestación de un espíritu creativo. Pongo algunos casos como ejemplo con los modelos entre paréntesis: Red Nichols (Bix Beiderbecke), Mezz Mezzrow (Jimmy Noone), Paul Quinichette (Lester Young), Sonny Stitt, aunque él lo negara con acritud (Charlie Parker), Pete Jolly (Horace Silver), Branford Marsalis (a elección según el ánimo), sin olvidar la interminable lista de simplificadores de John Coltrane. Su situación no es forzosamente degradante; alguno de ellos ha brindado momentos de gran belleza musical, pero siempre al escucharlos, se tiene cierta sensación de canibalismo, como si hubieran absorbido de una energía sólo la forma porque la esencia está en la voz primera.
Hay fieles continuadores con gran personalidad, no son en absoluto imitadores. De los grandes artistas del jazz deriva todo el jazz, y no sería lícito reprochar a Bobby Hackett su deuda con Bix y Armstrong; a Stan Getz, Brew Moore o Richie Kamuka el derivar de Lester Young; a Cannonball Adderley, Phil Woods; o Art Pepper venir de Charlie Parker; a Clifford Brown haberse inspirado en Fats Navarro; a Navarro ser un discípulo de Dizzy Gillespie; ni a Freddie Hubbard, Lee Morgan o Woody Shaw provenir de Clifford Brown Las dos tipologías antes expuestas son consecuencia de una única dinámica y ésta se halla en la extraordinaria interrelación que contribuye a una improbable definición del jazz. Tanto los imitadores como los continuadores responden al estímulo de los puntos más elevados de una creatividad colectiva, lo que varía es el resultado y sus derivaciones. Mientras que a nadie en su sano juicio se le ocurría ser un seguidor de Red Nichols o Paul Quinichette (si ha tenido antes la oportunidad de escuchar a Bix Beiderbecke y Lester Young ), es lícito seguir en la línea de Lester Young a partir de Stan getz, o en la de Clifford Brown vía Freddie Hubbard, porque esta continuidad hace a la evolución misma. En los puntos más elevados de ese proceso emergen las voces conductoras que, siempre, proceden de otras.
Los imitadores son fáciles de ubicar. Los simuladores, no. Esta dificultad parte del hecho mismo de la simulación, que no siempre es consciente, aunque a veces sí lo sea.
No hay consideraciones cualitativas en esto último. Muchos simuladores, como los imitadores, son músicos de gran preparación. Siempre me llamó la atención la fobia que sentía Boris Vian hacia el trombonista Bill Harris, una de las estrellas solistas de la orquesta de Woody Herman. El asunto daba que pensar: finalmente no era para tanto, a Boris le hubiera bastado con evitarse la desazón de escucharlo. Ahora puedo inferir que Vian veía en Harris una especie de paradigma del simulador y que ese músico, no obstante ser un solvente improvisador, más que crear aparentaba hacerlo. La de Vian era, como pueden serlo mis propios juicios y suposiciones, una visión personal. Hay músicos que para mí son simuladores impersonales cuando para otras personas son verdaderos creadores; sin ánimo de escandalizar citaré a tres: Curtis Fuller, Johnny Griffin y Clifford Jordan. La elección es deliberada puesto que se trata de tres músicos muy conocidos y con una considerable cantidad de admiradores. De los tres solamente hablé una vez con el primero y me dijo algo que terminaba de confirmar mi definición de su música (no convincente): "Nocrea que soy sólo un músico de jazz, yo tengo otros intereses en el campo del arte". Esta necesidad de salirse de los cauces está, seguramente, en la falta de convicción profunda que hay en su música. Fuller es una extraordinario ejecutante de trombón, pero en ninguna de sus grabaciones, ni en las veces que le escuché personalmente, pude advertir la chispa de la creación (o aún de la recreación) original.
En cuanto a Griffin, alguna vez definido como el más técnico de los saxos tenor del jazz moderno, creo que su impersonalidad parte del hecho de que su elección como ejecutante está colocada en la puesta en escena: sabe que puede deslumbrar y hasta causar vértigo con su digitación prodigiosa y con su sonoridad, y escoge hacerlo cada vez; ninguna de sus ideas es original y si sorprende es por su previsibilidad. El caso de Clifford Jordan es diferente: no tiene la espectacularidad de los otros dos citados, pero garantiza la tranquilidad de la cosa bien hecha. No conozco ni un caso en que este saxofonista haya sido reconocido en un blindfold test, salvo que el encuestado conociera la grabación de antemano. Su voz personal es nula.
La máscara tiene otros matices, y puede hacer resonar la propia voz en modo perfectamente reconocible, pero insignificante. Tal es el caso del trompetista Charlie Shavers, simpático personaje que prestó su espléndida pericia al quinteto que John Kirby dirigía a finales de los años treinta. Su primo menor, nada menos que Theodore "Fats" Navarro decía de Charlie que era admirable (y atendible) como instrumentista, pero que no le interesaba como músico de jazz. ¿Qué significa esta diferencia? ¿Quizá Navarro se sintiera miembro de un colectivo inexpugnable en su pureza cultural? No; no es más que una discriminación sensible: Charlie no tenía nada que decir y cada vez que acometía un solo decía precisamente eso, que su discurso era solamente forma; debe reconocerse que tanta insistencia no deja de ser un ejemplo de honradez. A la manera de un tertuliante en épocas de libertades coartadas, Charlie Shavers elaboraba una prosopopeya deslumbrante tanto para incautos como para los estudiantes de trompeta. Apolíneo y brillante, su máscara ocultaba la indefinición.
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