viernes, 10 de octubre de 2008

El reino de Dadá


Por Paul Citraro
Existe un ejemplo claro de este proceso Dadá, cuyo reinado no ha sido tomado nunca con la suficiente seriedad en la literatura moderna. Que sería harto más que jugoso con las célebres figuras que han desfilado con esta manifestación del espíritu. El dadaísmo, no es un movimiento más del arte, tampoco una corriente de influencia considerable. El dadaísmo, fue una acción inmediata que intentó borrar y correr los límites del arte moderno. Y este reinado empezó con un suicidio en París y en su desarrollo, se cargó y encargó unas cuantas muertes más. Pero el caso en cuestión, eran sin dudas, la biblia del movimiento; sus protagonistas. Algunos eran simplemente chulos resentidos, proxenetas, mercaderes, encantadores de serpientes, esquizofrénicos con aires de artista y finalmente, los artistas; Jan Arp, Francis Picabia, Marcel Duchamp. Todos los que participaban desde los inicios “del movimiento”, dentro de sus vagas metas, algunas que eran anárquicas o demasiado dispersas coincidieron en lo siguiente: el dadaísmo será una caricia para el legado del siglo XX. El mismo que estará poblado por todos los rincones del planeta de mediocridad e hipocresía. Estas consignas, como luego también las sufrirían los gestores ideológicos del Mayo Francés de 1968, estaban sometidas tanto para los artistas finos que han sido mencionados, como para los cultores de los espíritus más retraídos. El fin dadaísta era la agitación destructiva contra todo. No solamente contra el establishment, sino también contra las altas clases y la burguesía que en parte eran su público y hasta contra Dadá mismo que bien se podría adaptar a nuestra sociedad: “Basta de pintores, basta de periodistas, basta de políticos, basta de generales, basta de comisarios, basta de comunistas, basta de socialistas, basta de peronistas, basta de proletarios, basta de leguleyos, basta de agentes inmobiliarios, basta de NADA, NADA, NADA. Ahí, es cuando emerge la figura de él, el gordo, con su grotesca humanidad, por fin encontrando un lugar a salvo del mundo. Lo mismo que Cravan, Arthur. El gordo le apuntaba al mito del poeta, crítico de arte –y crítico social, fundamentalmente de las fraudulentas movilizaciones sociales solapadas de beneficencia y caridad-, especialista en injurias, boxeador amateur y que murió en un extraño suceso un año antes que Vaché. El gordo, iba por eso, ser un Cravan en tiempos modernos, a seguir leyendo con devoción la leyenda ocurrida tanto tiempo atrás. Las que hablaban de unas cuantas reseñas sangrientas y le recordaban como punzones clavados en el medio del pecho, la historia de él, con su padre, quién había tomado malas decisiones en su vida y finalmente había terminado en la cárcel. Consecuentemente con esta postura, unos años después, terminaba muerto en una emboscada que nunca salieron a la luz los hechos concretos del caso. Ese no era el panteón que deseaba el gordo para su suerte. La fascinación corría por otros canales y bombeaba sangre en el encuentro con la leyenda de Cravan. Según había leído un artículo que cuidaba con devoción, escrito en su lengua original y publicado en la revista francesa Maintenant, Arthur Cravan había sido; hombre de confianza del rey, marinero mercante, ex campeón de box de Francia, encantador de serpientes, traficante de opio marroquí, canciller de la reina de Inglaterra, leñador, chofer en Berlín, cosechador de naranjas en California, malevo de esquina en Buenos Aires, etc. Todo esto, o gran parte, lógicamente era mentira, propio del espíritu dadaísta. Y ese alarde engañoso y seductor, fue su móvil permanente. A menudo pensaba en su pasado, y en el trabajo de su referéndum, de su camarada predilecto, aunque hubiese nacido un siglo atrás. Al fin y al cabo, tanto Cravan como el gordo sabían de sobradas formas que dadá, era solo una manifestación del espíritu.

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