Por Paul Citraro
Las cosas empiezan como esperanza y terminan como costumbre. Parece. Y en este desasosiego, Dios perdona a quienes inventan fatuamente que lo necesitan. Tomen aire, asiento, aliento, licor, clorohidrato de base colombiana, redenciones. Sepan disculpar esta digresión. Es preferible el silencio como remedio homeopático a las sogas de la locura que entran como un vórtice por la nariz. Silencio. Ese silencio saludable que actúa como medicina al ruido sufriente y enquistado con marcada predilección por las madrugadas. El secreto de “El Gordo”, se transformó en una dirección tramposa y resbaladiza como la palabra verdad.
Su modo de hablar se parecía a sus manos. Hablaba, hablaba. Sin parar, con voz de barítono vibrante, vedado por la infecta moral de quienes toman a la simpleza como un altísimo gesto evolutivo. La tensión interior estaba a la vista y esa consonancia admirablemente melodiosa que solía pasear al mediodía, por las noches, se convertían en palabras de piedra. Fija. Seguro como la mierda. Y el mono tremendo. Aun por modesta que fuera la ración del mazazo ilegal, esa escala intermedia de tono y volumen, parecían volver a desvanecerse. Por esa semejanza puramente externa, que actuaba como un gran parecido al formalismo de las relaciones bien vistas -las aristas de la rigidez- y que no marcan demasiada diferencia ni consuelo en su interior. De igual modo, se sentía tranquilo y satisfecho, por fin, por suerte, había hecho todo lo contrario.
Visto con lupa era similar a un libro de Salinger. Contagiando, trasmitiendo cuando no gritando esa rara y saludable enfermedad espiritual, que los simples mortales cuando se nos da por otear de rengos, decimos; otra vez segregando las endorfinas a destiempo. Podría decirse, nadie ha tipificado mejor las tensiones y diatribas de una época árida de pensamientos mejor que él. Y con eso no alcanza. La unión entre borracheras y peleas callejeras da por sentado que habrá un nuevo manual imperfecto que sería solo ubicable en un solo conjunto orgánico; quienes no supieron dar más, quienes no pudieron dar más; los cainitas. De Caín.
Sentado al filo final del estaño canta contento una canción de “Memphis la blusera”, “La flor más bella”, creo, algo así relacionado con la decadencia compositiva. Canta desafiliado de entonación, canta, lo hace insistentemente sin saber como llegar a donde quiere ir. La postura es extraña, como pidiendo permiso en medio de gestos ampulosos y barrocos. Y llega la mano por el bajo fondo y estalla de alegría. Es un tano desaforado en un bodegón de las afueras, quién lo duda. No le importa, ni le interesa pedir disculpas por cada movimiento brusco contra el resto del mundo. Quiere. No puede. Decir con detallada serenidad que no se fijen en el, porque es demasiado irrelevante el estado en que se muestran las actitudes y las acciones indefendibles. Es cosa de chicos lastimados. Y al veneno se lo cura con veneno. Un toro sacrificado que mira por última vez al verdugo de 4 centímetros que está tirada sobre la mesa.
“Me darían una gran alegría si no se fijaran en mi, pero por favor, tampoco me olviden”. Al parecer, fuerza combinada con delicadeza no era su fuerte. Digamos una fuerza para que, precisamente lo pequeño, el detalle breve y sutil, es muy difícil de manifestar. Y volvía a la zerotypia. Según dicen los arquitectos del balero, una patología cuyo síntoma se trata de un interés particularmente morboso por cualquier causa. A lo Blake o a lo Morrison, queriendo meter la historia de lo sensible en un solo poema, encontrando la piedra Rosetta de todo, abriendo las puertas de la percepción, por ejemplo. Por lo que yo recuerdo, esas puertas, no lograron abrirse nunca.
Las cosas empiezan como esperanza y terminan como costumbre. Parece. Y en este desasosiego, Dios perdona a quienes inventan fatuamente que lo necesitan. Tomen aire, asiento, aliento, licor, clorohidrato de base colombiana, redenciones. Sepan disculpar esta digresión. Es preferible el silencio como remedio homeopático a las sogas de la locura que entran como un vórtice por la nariz. Silencio. Ese silencio saludable que actúa como medicina al ruido sufriente y enquistado con marcada predilección por las madrugadas. El secreto de “El Gordo”, se transformó en una dirección tramposa y resbaladiza como la palabra verdad.
Su modo de hablar se parecía a sus manos. Hablaba, hablaba. Sin parar, con voz de barítono vibrante, vedado por la infecta moral de quienes toman a la simpleza como un altísimo gesto evolutivo. La tensión interior estaba a la vista y esa consonancia admirablemente melodiosa que solía pasear al mediodía, por las noches, se convertían en palabras de piedra. Fija. Seguro como la mierda. Y el mono tremendo. Aun por modesta que fuera la ración del mazazo ilegal, esa escala intermedia de tono y volumen, parecían volver a desvanecerse. Por esa semejanza puramente externa, que actuaba como un gran parecido al formalismo de las relaciones bien vistas -las aristas de la rigidez- y que no marcan demasiada diferencia ni consuelo en su interior. De igual modo, se sentía tranquilo y satisfecho, por fin, por suerte, había hecho todo lo contrario.
Visto con lupa era similar a un libro de Salinger. Contagiando, trasmitiendo cuando no gritando esa rara y saludable enfermedad espiritual, que los simples mortales cuando se nos da por otear de rengos, decimos; otra vez segregando las endorfinas a destiempo. Podría decirse, nadie ha tipificado mejor las tensiones y diatribas de una época árida de pensamientos mejor que él. Y con eso no alcanza. La unión entre borracheras y peleas callejeras da por sentado que habrá un nuevo manual imperfecto que sería solo ubicable en un solo conjunto orgánico; quienes no supieron dar más, quienes no pudieron dar más; los cainitas. De Caín.
Sentado al filo final del estaño canta contento una canción de “Memphis la blusera”, “La flor más bella”, creo, algo así relacionado con la decadencia compositiva. Canta desafiliado de entonación, canta, lo hace insistentemente sin saber como llegar a donde quiere ir. La postura es extraña, como pidiendo permiso en medio de gestos ampulosos y barrocos. Y llega la mano por el bajo fondo y estalla de alegría. Es un tano desaforado en un bodegón de las afueras, quién lo duda. No le importa, ni le interesa pedir disculpas por cada movimiento brusco contra el resto del mundo. Quiere. No puede. Decir con detallada serenidad que no se fijen en el, porque es demasiado irrelevante el estado en que se muestran las actitudes y las acciones indefendibles. Es cosa de chicos lastimados. Y al veneno se lo cura con veneno. Un toro sacrificado que mira por última vez al verdugo de 4 centímetros que está tirada sobre la mesa.
“Me darían una gran alegría si no se fijaran en mi, pero por favor, tampoco me olviden”. Al parecer, fuerza combinada con delicadeza no era su fuerte. Digamos una fuerza para que, precisamente lo pequeño, el detalle breve y sutil, es muy difícil de manifestar. Y volvía a la zerotypia. Según dicen los arquitectos del balero, una patología cuyo síntoma se trata de un interés particularmente morboso por cualquier causa. A lo Blake o a lo Morrison, queriendo meter la historia de lo sensible en un solo poema, encontrando la piedra Rosetta de todo, abriendo las puertas de la percepción, por ejemplo. Por lo que yo recuerdo, esas puertas, no lograron abrirse nunca.
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