Por Paul Citraro
(extracto de la novela aun inédita)
Una cosa es ser un personaje y otra muy diferente quedar atrapado en el. La respuesta, en términos aparentes, y no sin menos ánimos de ostentar un hallazgo tardío, tiene nombre y apellido; Fernando Pirchio Parodi. ¡El ídolo de la Turbamulta! Sí, es cierto, y aunque parezca una contradicción, el gordo era una bola de absurdo bizarrismo y carismático histrionismo delante de la pantalla. Algunos acólitos insistentes presuponían que, éste…, nació con un contrato televisivo bajo el brazo. Otros, entre realistas de ultranza y escépticos inquebrantables, se detenían también, sin titubear hasta quedar estáticos mientras duraba el hechizo de ese conjunto bizarro y kistch para el gusto refinado que era el ídolo. El tipo tenía ángel y demonio. Era dueño de esa teatralidad ampulosa y barroca que le provocaba estar dentro de la caja programada para los Domingos, a la hora en que se apaga el sol y suena el timbre de la melancolía. Era el modo explosivo de reinventar la vida a base de idioteces, romper esa fuerza implacable y persistente que se apodera de la gran mayoría y se conoce bajo el nombre de melancolía. Otros, algo más hundidos en la desolación propia y ajena, la llaman simplemente tristeza. Dos horas y fracción de pedanterías, ingenio, celebraciones alrededor de la mediocridad, sugerencias perniciosas y despuntar el vicio de ser famoso, ser realmente una opaca estrella televisiva y vivir como tal. Luego, llegando a la finalización de la programación, destruía sistemáticamente la parodia que regodeaba la popularidad y decía en tono de ingenuidad y malicia; -Ahora, me voy a tocar timbres, a jugar al ring raje- Todos, o casi todos, sabíamos qué se trataba (…)Alguien que al cierre de la programación televisiva, luego de regalar la mejor sonrisa al resto del elenco, reconstruía su propio paisaje en soledad del tóxico, que disparaba dos certeros balazos en la sien, como ir segregando endorfinas para los cuatro puntos cardinales de su cabeza. Un trago de whisky ordinario de la petaca guardada cuidadosamente en el interior del saco sastre de buen corte, y a la cancha, que podía ser cualquiera o simplemente no existir. Mr. Hyde disfrazado del gordo, había regresado en una de las formas más sólidas de la locura. Al borde de creerlo, encerrado en alguna especie de naturaleza animal y salvaje. Muchos se jactaban de haberlo reconocido en la noche arrastrándose como un perro herido hasta el lugar donde había nacido. Buscando el último gramo de cordura o una señal despiadada que lo movilice lo suficiente para sentir el envión final como amenaza y entregarse finalmente al deseo de buscar la forma de meterse en el cobijo de las frazadas propias, algo que anhelaba por encima de todo. Buscaba en el incordio de existir un fin silencioso de llegar a salvo al puerto de marras, algo, algo que lo separe por un rato sin por ello resignar el estilo propio que había elegido para su triste y ridícula vida. Acaso, aseverando una vida comprometida con la causa dadaísta con una meticulosidad en la insistencia de la autodestrucción a la que pocos se atreverían experimentar, de solo ver sus resultados y consecuencias. A veces, todo esto estaba en el medio del cuadro de la pantalla, esa amenaza visual que por momentos, lo adoraba, lo seguía, lo perseguía y, finalmente, lo perdía. Los otros, nosotros, los que seguimos haciendo cola para que nos atiendan, decíamos no sin cierto aire de desdén en la sonrisa fácil; el gordo “Pirrrcho” o “Chopirrr” es un personaje, un loco. La palabra loco, en este caso reunía varias acepciones posibles, pero, creo que se refería a ser, sin más pretensiones; sinónimo de autenticidad. El mito estaba cerca. Terminaba el programa y en cualquiera de los modos de cruzarse con el, día, tarde y noche, siempre, daban ganas de gritarle la célebre declaración de principios de autoría propia; “Ídolosss…de la Turbamulta”.
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