martes, 24 de junio de 2008

Algo

Por Paul Citraro
Hace tiempo que amanezco puntualmente y contra mi voluntad a pesar del cansancio que deparan algunas madrugadas a las cincopuntocuarenta. Lo primero es el vicio, o lo segundo por tratarse de un momento muy puntual, encender la radio. Generalmente el martirio cotidiano de las noticias que llegan como tsunamis de desdichas hace que maldiga esa debilidad mía de escuchar todo con profunda atención. Pero hoy no, hoy suenan canciones del beatle silencioso, hoy suena más linda que nunca Mi Dulce Señor. Entre dormido y relajado puedo oír que las palabras de Dylan que todavía rebotaban en mi cabeza a pocos días de haber leído una biografía de él, bastante aburrida y que inundan el aire por completo: “...El mundo está terriblemente más vacío sin él…”
¿Es el mundo un diseño terrible si alguien encarnado nos falta?
No dejes que la pena te domine demasiado me digo, no desafíes a la muerte lenta ni alientes la posibilidad de caer nuevamente en la trampa. Mientras, termino de preparar el feca de la matina y casi llego al fondo de las cosas y al frasco de mermelada que está por terminarse. No está tan mal abrir el día de este modo, colgado de los bagayos que suele mover Harrison en la audición cuando están tan fuertemente aferrados a los armónicos de la memoria. Desde ahí, a mi dios y al de él no le queda otra que elevarse. Mientras tanto, la grave y honda voz del locutor de turno, pisa la canción para volver a confirmar la crónica de esa maldita muerte anunciada.
¿Es un sueño? Y no quiero convencerme definitivamente que todo lo que escapa del estuche onírico, se parece demasiado a lo real lo real, y esa pesadilla tan insistente empieza a doler. ¿Cómo hablar de lo que jode tanto? ¿Cómo hablar de dos tipos lejanos ya, mi viejo Vicente y Harrison? Qué parecidos que terminaron siendo. El primero me salvó casi por error en las puertas del orfanato, me regaló la esencia y la vida y un poco más de la cuenta al fiado aunque hacía rato que la libreta del almacenero había cerrado. Y el destino, caprichoso y puto bicho desatento y cagador, le cruzó un sopapo ruidoso, de los que suenan humillante al oído del mundo. Le sacó los guantes, le corrió de lugar el saco de arena para bajar la furia, le cortó las manos. Ni siquiera un par de rounds, una modesta contienda con algún insoportable odiado al menos. No le dio nada a cambio, absolutamente nada para pelear, para ir al choque aunque la cuenta del árbitro sea inminente. La muerte lo miró de reojo y se jactó de imbatible mientras todos miramos cómo esa vida se quemaba por dentro. Reventaba como un sapo bajo las ruedas de un camión y aun así seguía jadeando en el dolor de la alimaña que crecía por dentro y lo derretía como a una vela de oferta. Igual que Harrison.
Hoy, como una señal invertida de agradecimiento estoy conmocionado y lleno de lágrimas y tembleques sin saber todavía muy bien por qué. Presumo certero, que son tiempos de clausura afectiva y estas cosas ya no ablandan a nadie, pero no. Se ha transformado en una señal invertida de agradecimiento por no haberlo hecho en aquel tiempo real. Pienso, estoy matando dos pájaros de un solo tiro. Saldando una vieja cuenta con esos dos tipos silenciosos, sencillos y luminosos en lo propio. De fondo, diría, dos buenos tipos. Seres dotados de naturaleza afectiva inmanente. Esos son los que nunca se quedan solos.
Y la canción que va cobrando intensidad a extremas velocidades por mi pensamiento en el que corren descalzos los recuerdos de uno y otro. La viola, los vinilos, las tetas recomendadas, las ganas de ser alguien.
Y otra vez la inevitable voz del locutor abrevando en sus vidas, sin pedir permiso alguno. Revelando y reviviendo el significado de ese dolor colectivo y misterioso que habitó en mis ingenuos siete años, cuando la muerte de Lennon.
Creo que la muerte deja de ser justa cuando viene anunciada. Cuando se presenta así; amable y galante, sabiendo la muy soberana que se la espera con el alivio de lo inevitable.
Ahora, ya se sabe, se hablará nuevamente de Harrison (como lo hicieron con el viejo), de sus cosas y sus hechos concretos con otro respeto. Ahora, el coro de Mi dulce Señor, suena como nunca. Queda otra vez en la memoria de todos los que la oyen y no pueden olvidarla, queda para siempre. Esta canción de ocho versos hoy es una plegaria y emociona como no lo había hecho antes. Ni siquiera puedo tararear algunas vagas notas que podría repetir de memoria. Como un cliché en detrimento de la expresión, creyendo que estoy expresando lo profundo desde un rasgo superficial. Qué ingenuidad...se apaga lentamente.
Ya no me importa el tiempo, la muerte, las enseñanzas musicales de Raví Shankar, las mentas que Layla era ligera de bragas, o si Clapton fue el marido político del beatle turista. Si la madera noruega huele húmeda o si solo quedan dos escarabajos. No me importa saber si están los recaudadores de impuestos en la puerta de Abbey Road, o los Wilburys tocando en trío y en que gastan la guita del plagio Los Chiffons. ¡Qué va!Harrison se ha ido. No sufre. Tampoco es un hombre de ningún lugar. Está aquí, allá, en todas partes. Trashumante, tocando acordes silenciosos. Quizá, para unos pocos que lo miran y escuchan sentados en un modesto anfiteatro del Olimpo.
Quién lo sabe. Algún día.

*Nota publicada el 26 de noviembre de 2002, primer aniverasrio de la muerte de George Harrison, contratapa del diario Página/12, suplemento Rosario/12.

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