miércoles, 25 de junio de 2008

Black Sabbath: Noche de brujas


La mirada atenta sigue el plato de 33 revoluciones por minuto, sin entender demasiado ese vértigo sonoro. En un tercio del disco, la etiqueta azul que rotula al artista dice: “Paranoid - Black Sabbath”. Allá lejos y hace tiempo. Todavía con los aires influyentes del Mayo Francés y “Revolution” -en dos versiones antagónicas- de Los Beatles. Por estos días corre una alegría retroactiva para consumidores del género oscuro. Se trata de la reedición de los primeros tres discos de Black Sabbath. Esa trilogía que terminó de diseñar y cimentar la piedra angular de lo que se conociera años después como heavy metal. ¡La tentación es grande!¿Cuál de los tres discos poner primero? ¡Ta, te, ti, and the winner is... “Paranoid”! Esa misma tentación que invita a subir el volumen, para luego tomar conciencia, que, posiblemente, en horas de la noche -como para ir a tono- escuchar los tres discos puede traer problemas con la vecinal. Y el
clima estalla, y cuesta creer que han pasado treinta y siete años y que Marilyn Manson todavía siga asustando a nenitos provincianos. Y que cuesta compenetrarse en Sabbath, sin pensar en “Stairway to heaven” de Zeppelin o “Smoke on the water” de Deep Purple, por esto de los triángulos, y las distorsiones y todas esas cosas oscuras. El rock, con Sabbath, alcanzaba la negritud infinita, o mejor, en el otro extremo, donde la música conduce a lugares imprevisibles adquiere una enorme y atípica velocidad de ejecución. El primer disco de Sabbath había sido bien recibido, pero “Paranoid” redefinía el sonido más oscuro y bestial. Aún por encima de la imagen Ozzy Osborne, decapitando murciélagos con los dientes (y esto cualquier muchacho que se precie de metálico, de sobra, sabe porqué). El otro estandarte del grupo, la complementariedad de los aullidos de Osborne, es Tommy Iommi, el guitarrista. “War Pigs” abre "Paranoid"; es una
canción de protesta contra Vietnam y debe ser, sin dudas, unas de las mayores introducciones que ha dado el rock. Y toda esa negritud que giraba alrededor del grupo (y de Osborne especialmente) y de los pactos satánicos y ser miembros de la Iglesia de Antón La Vey (1), cobra sentido imaginario al escuchar los riffs de Iommi. ¿Cómo no poner en tela de juicio esa condición inhumana para tocar una guitarra? Porque sabemos que el diablo se alimenta de ilusiones humanas y de pactos, y de otarios y de nombres y caras y formatos y subgéneros. Y quizá continúe entre los agudos de Tommy Iommi arrastrándose entre las cuerdas que gritan la desdicha en la boca de Osborne. Aún hoy, que volvieron a reunirse en lugar de estar cabeceando almohadas en un geriátrico. No importa, están justificados. También es cierto que luego de haberlos visto hace unos poquitos años, las brujas nunca habían metido tanto miedo y encanto a la vez.

(1) Antón La Vey era el sacerdote supremo de la Iglesia del Diablo y presentó a Black Sabbath oficialmente en 1968 en San Francisco

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