Todo aquel jazz
Por Fernando Peirone
Argentina es una emoción violenta. Quien más quien menos, por estos lares todos llevan el corazón en la mano desde hace ya un tiempo largo. Esa es nuestra condición en tanto habitantes de este país inaprensible: ser arrasados por las inclemencias de una realidad que se expresa sin especulaciones, devastando particulares y generales con la misma vehemencia. Ni más ni menos que lo que le ocurre a cualquier habitante de este planeta, sólo que en nuestro caso sin ninguno de los beneficios (educación, cobertura médica, seguro de desempleo, expectativas de vida, etc.) de la cultura que el hombre viene construyendo trabajosamente desde tiempos remotos con el objeto de hacer un poco más llevadera la existencia; digamos que en el reparto de suertes a los argentinos nos tocaron los perjuicios y las muchas miserias que ese hombre supo –no sin empeño y vocación– anteponer a cualquier intento de hacer evolucionar la especie. Pero bueno, es lo que hay; y el que no se la banca y puede, se va.
Lo que no hay, en cambio, para los que quedan, es tóner, J&B, Carolina Herrera, plateas para ver a U2 en River, CD importados a 15 mangos, libros baratos, celular ni cable con codificado, sofisticaciones de un país y una clase que ya no existen. Para la gran mayoría –y cada vez más mayoría– todo se reduce a su mínima y elemental expresión: comer, servicios primarios y, en el mejor de los casos, la escolaridad; sobrevivir, lo demás es olvido.
Lo que viene sucediendo en la Argentina desde el 19 de diciembre a esta parte es muy fuerte. Hay un país entero en carne viva, una mezcla letal de conciencia y hartazgo que lo convierte en una bomba de tiempo incontrolable. La sensación reinante es la de estar asistiendo a una tragedia que nos excede por su inexorabilidad; y algo de eso hay, está claro; sin embargo, como si nos asistiera la memoria de una remota estirpe de dignidad, al borde de la muerte los argentinos decidimos mandar todo a la mierda: “que se vayan todos”. El pucho anterior al fusilamiento humea lento. Ante la mirada atónita del mundo y haciendo gala de un raro desparpajo, hemos resuelto dar aunque más no sea un último testimonio de no reconciliación con el mundo: que la fosa la cabe otro.
Por imperio de la desolación, nos hemos visto en la obligación de saber o adivinar –y padecer, claro– que el resurgimiento de una nación que se ha abismado como la nuestra, antes que un problema económico es fundamentalmente un hecho cultural y político. Y es precisamente ese saber lo que trasunta y se empecina en quienes dejaron de rumiar sinsabores domésticos y decidieron salir a la calle para ir a una asamblea barrial, a un cacerolazo, ver un espectáculo de música o una obra de teatro, participar de una murga o amucharse a departir sus vidas en algún nodo de la extendida red de trueque. Hay algo de fenómeno, de inédito, en esa migración cuántica. Al Festival Internacional de Cine Independiente fueron 127.000 espectadores, 20% más que el año pasado, y es sólo un ejemplo. Es notable ver cómo en cada rincón del país, a contrapelo de la historia reciente, cientos, miles de actividades proliferan y se diseminan contagiando algo impreciso a la vez que fundamental, como si nos negáramos a aceptar a las evidencias como los únicos datos de la realidad, como si nos quedara resto: la verdad no tiene razón.
El devenir nacional ha producido mutaciones notables, insospechadas. El hincha de fútbol, antiguo emblema de pasiones tan inútiles como pintorescas, se ha convertido más que nunca en una ostentación de fervores grotescos y extemporáneos que no emocionan ni distraen a nadie. Las plazas del “si” resultan ser ostensibles plazas del “no”. Los bancos tapialan sus otrora orgullosa vidrieras y los políticos se encierran junto a los jueces en ghettos vergonzantes. Menem sólo puede hablar desde Anillaco y De la Rúa se ahoga en la desidia en una ignominiosa quinta de Pilar. Como parte de las mismas alteraciones cualitativas, uno puede comprobar –también– que la ceremonia de juntarse y honrar la porfía cultural ha devenido en un gesto que nos honra.
En ese marco, la unión de cinco músicos viscerales en un escenario es una reconciliación con la vida, un acto de insubordinación frente a los imperativos de la impotencia y la desesperación. Y es justamente ese certero convite el que hace el Club del Jazz cuando, diseminando afanosas esquelas, nos invita a compartir el Quinteto de Jazz González-Maciel, música de exportación. Un regalo desobediente que desoye los mandatos del Súper Yo imperial y su sempiterna amenaza de no ayudarnos más. ¡Va’ fan culo! En un momento como este, en el que las prioridades nacionales imponen la agenda a fuerza de urgencias, la música de fondo la ponemos nosotros. Si hay que morir, mejor que sea con los botines puestos.
Venado tiene otra historia. Una importante tradición de luchas y reivindicaciones sociales de la que podemos sentirnos orgullosos y que no ha detenido su abnegada labor ni siquiera en los momentos más difíciles de nuestra nación. Basta con recordar las populosas columnas de ferroviarios que en 1920 marchaban por las calles de la ciudad bregando por los derechos de los trabajadores; basta con recordar la actitud desprendida de aquella gloriosa generación que fundó las bibliotecas, los clubes, las mutuales y la mayoría de las entidades intermedias venadenses con un criterio de ciudad amplio, integral y participativo; basta con recordar a Tacuarita Brandaza y los 18 desaparecidos venadenses que ofrendaron sus vidas por un país diferente, basta con recordar lo que fue Luz y aquellas dos históricas jornadas de arte y cultura popular; basta con recordar la Biblio, el Galpón del Arte y la Federación de Cooperadoras Escolares, basta con recordar el incansable peregrinar de Ana Braghieri y las dolorosas marchas de los viernes reclamando justicia por la muerte de su hijo Clemente Arona, basta con agudizar el oído y escuchar el redoble bullanguero del CEJ y su revoltosa murga.
El sábado 6 de abril, el Club del Jazz se sumaba a esa noble ralea contracultural y desperezaba a Venado de su obstinada siesta existencial con un espectáculo solar.
Por esos días, los diarios no cesaban de justificar las devotas negativas del FMI y de advertir acerca de los riesgos de una convincente guerra civil. Radio Nacional, por su parte, anunciaba que Médicos sin frontera había conseguido que UNICEF donara varios miles de toneladas de medicamentos para el litoral argentino. Y los niños españoles, haciéndose eco de la sensibilidad primermundista, se solidarizaban juntando latas de alimentos no perecederos y ropita vieja para los mocosos sudacas. En el escenario de la Sala II del Centro Cultural, Emilio Maciel soplaba el saxo tenor con furia; nunca antes esta ciudad de llanuras irredimibles escuchó una puteada tan afinada: era su secreto desquite, una catarsis pública, el último recital que haría con el Quinteto antes de emigrar a Italia en busca de alguna oportunidad para sobrevivir, el mismo puto sitio al que más tarde partirá con el mismo propósito su compañero, el exquisito guitarrista del
quinteto, Nicolas “Kuki” Polichiso.
En las actuales condiciones de despojo y deseos cancelados, la alegría es un espejismo que se ha llevado el tiempo, y el destino, una potestad que perdimos en las sucesivas batallas de una guerra que –no sin arrogancia– supusimos ajena. No obstante, en esos cinco músicos celebrando un ánimo quimérico, algo nos redimía. Ese sábado, como hoy, todo se derrumbaba, pero en Venado Tuerto, el “Chivo” González, viento en mano, se defendía del tiempo y del destino; esa empuñadura de nada era su única y mejor arma, y las trescientas almas que tuvimos la gracia de presenciarlo improvisar sentíamos que en ese sonido melancólico algo se escapaba de las prescripciones capitales; goteaba, drenaba, se rebelaba, desobedecía, sedimentaba lento.
Julio Fioretti, en un lateral, sólido y sutil como un Velázquez, fue el vigía de la noble armada instrumental que esa noche una y otra vez le birló el fuego sagrado a los impávidos dioses posmodernos. A su lado, Sebastián Mamet, dómine increíble, se cargó el sayo de Benjamín y al mando de la retaguardia hizo gala de tiempista impecable y diferente.
Aquella azarosa noche de otoño, la libertad tuvo sonido. Se lo dieron esos cinco jinetes del Apocalipsis que a su paso no dejaron que creciera el innoble pasto de la desesperanza.
Dos días después era lunes, y como todos los lunes, el país se despertó abrumado, tal cual la costumbre de los últimos tiempos. En Venado Tuerto, en una esquina impersonal, Paul Citraro, alma mater del Club del Jazz, como todos las mañanas de su vida cumple con su destino sudamericano abriendo las puertas de la Asociación Mutual a diligentes ciudadanos como quien abre las puertas del cielo. Unos y otros son víctimas de la misma fatalidad, pero no todos saben abrir una puerta con swing, ese es un don que se le concede a unos pocos.
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