martes, 24 de junio de 2008

El Olimpo de los guantes

Por Paul Citraro
No había tristeza, había que soportar ni más ni menos que el dolor que implica la vida misma para algunos pocos elegidos. Atravesarla, con la frente bien alta y el pecho erguido de orgullo, solo por estar ahí. Sin llantos. Ni de dolor ni de emoción. El boxeo, contrariamente a la tradición de ser un lujo “sport” de las clases altas, hoy, paso ser un modo de vida posible en un mundo, básicamente mal entendido. Del cual, del dolor y la miseria (en el amplio sentido de la palabra), uno puede morirse (en el metafórico sentido de la palabra) o salir fuerte. El boxeo pertenece a este devenir existencial. En el que participan en principio el compromiso con el otro y con uno mismo. No se trata simplemente de odios profundos por lo que le ha tocado en suerte al boxeador. Y terminar representando para el resto “de los que no”, la postal de dos tipos magullándose arriba de un ring. Mostrando todo su resentimiento incluso con los nudillos desnudos.
Se necesita coraje, se necesita valor, virilidad, honor y ética para llevarlo a cabo. Para ser valiente, antes hay que ser inteligente, y tanto más noble para estar entre esos elegidos, entre “los elegidos”. Es decir, ser un boxeador, un elegido, un gladiador moderno.
Recuerdo que días antes del regreso de Mike Tyson, por caso el pegador más potente que ha visto este deporte, un boxeador griego empezó a imitar lo que supo ser marca registrada de Muhammad Alí -Cassius Clay-, gritando a los cuatro vientos ¡Soy el más grande! ¡Soy el más grande!
¿Por qué Muhammad Alí realizaba este tipo de actos públicamente y delante de sus oponentes? Dialéctica pura, todo un debate de foro político en su ruedo. Alí, que era un hombre extremadamente inteligente, exorcizaba sus miedos, ganaba la batalla “simbólicamente” antes de subir al ring. No solo lo hacía con un gran trabajo físico de fondo, empleaba las posibles estrategias para vencer a su rival en el planteo del combate que no pasaba por dar unos cuantos gritos locos. Sabía Alí, que debía utilizar diferentes estrategias, modos y usos de técnicas para ganarle a sus oponentes más difíciles de vencer y hasta “imposible” de vencer. Nombres como Joe Frazier o a George Foreman, boxeadores muchísimo más fuertes, potentes y resistentes que el. No es pura casualidad o coincidencia el inmenso derechazo de Ali a Foreman en el octavo asalto en Zaire por la recuperación de la corona de los pesos pesados. Fue parte de una estrategia que implicó cierto tiempo de espera para que el hombre más fuerte del mundo se derrumbase a sus pies. De repente, toda la miseria que atraviesa un boxeador, que ha olido y ha convivido y dormido con ella, se transforma en grandeza. Y nada vuelve a ser igual. El mismo caso sucede con Evander Holyfield versus Mike “Iroman” Tyson. Gana la inteligencia. Por estos lados el mundo, Carlos Monzón, supo vencer a rivales de fuste como Emily Griffith o Mantequilla Nápoles, con quienes se ponía en tela de juicio su capacidad ganadora y lo refutó con planteos boxísticos inteligentes. La historia, con todos sus males entendidos a cuestas vuelve a repetirse. Y el boxeo gana en tradición, historia y lecciones. Ya lo dijo Epeus, ese personaje de lucha que aparece en La Ilíada de Homero que hace una breve aparición en el Libro 23, cuando Aquiles propone un match de boxeo. Epeus es el primero en proponerse como boxeador y predice los sufrimientos más terribles para quien se anime a ser su oponente. Y larga la mítica frasecita megalómana, como lo hizo Alí miles de años después. Porque sabe que la verdad de un boxeador es cruda y que pocos, son elegidos para ser dignos de ser llamados así.

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