Por Paul Citraro
Nadie desea la muerte del otro, pero si tendría la posibilidad de elegir, lo elegiría al otro, al de al lado. Guy Debord, víctima post mortem de la conspiración de silencio, es el un nuevo suicidado por la sociedad. Y reemplazado no mucho después por una conspiración de habladurías que todavía siguen arrastrando su nombre. Las mismas habladurías del mundo las traduciría amablemente un tal Luis Alberto Spinetta en ese problema revolucionario del ocio que fue Artaud.
Todos asistimos, todos, era el gran acontecimiento social que fue y probablemente, siga siendo de los más atractivos vasallajes inesperados. Como la derrota cantada que el enemigo puede tener de nosotros en su mirada.
¡La vida anunciada bajos estos signos deberá ser una fiesta permanente o no será nada! ¡La sangre debe hervir como el aceite! Dice Debord, atizando el fuego en medio de celebración ritual en las calles parisinas.
¿Y el fuego y el juego, en última instancia, será sin especulaciones, la única racionalidad posible?
Digamos, un síntoma para vivir sin tiempos muertos ni en relojes de arena humedecida. Esa franquicia, para un situacionista, es una zona que puebla una parte de su espíritu y coquetea con hacer de la vida el octavo arte. Debord estará siempre sujeto a insolentes y apasionadas interrogaciones sobre lo que deberíamos hacer cuando la historia nos atrapa. Como un tarotista o un futurólogo. La otra parte del artista, pasea en tiempo reverso sin preocupaciones con un panfleto explosivo que dice liberación y que funciona como bandera y manifiesto. Un Polo Norte que a partir de entonces rige su propia brújula de manera inexorable. En ese errar que recuerda a los personajes de "Rayuela" y no puede parar de contabilizar los experimentos tímbricos de los herejes de moda que han hecho carta de retiro voluntario y el mundo conoce como Beatles. Algo cercano a ese propósito musical merodeaba Gyorgy Ligeti en aquella obra monumental y algo desolada al borde del olvido; El Gran Macabro. Pero surge también, la idea siniestra del eterno performer, de estar perpetuando sin molestias el deseo atávico de orden y represión que manchará sin piedad el sueño del surrealismo colectivo. Artaud estaba entre nosotros. Es sin más, la inexorable mimesis de una personalidad Lycopodium en perfecto autocontrol paseándose libremente en fiestas concurridas por afectos a los ruidos de las revoluciones y los disturbios proletarios. Es un deseo, en esencia. Un falo perfecto embistiendo la garganta de una veinteañera. La muerte del orgullo que permanece inmóvil en el pensamiento. Es la perfección aristotélica. Sólo el pensamiento tiene ese raro privilegio, ser perfecto como un Dios. Y no se mueve, porque encuentra satisfacción en si mismo. Aunque esté en movimiento constante y necesite llevar al mundo la aventura de haber nacido. Quiere saltar y salpicar y contagiar y contaminar al mundo imperfecto. Al mundo de la represiva sensibilidad mundana. Cree significativamente que Artaud es parte de un juego irónico y quizá hasta resulte un mecanismo de defensa ante las dificultades del mundo. A menudo, ese joven flacucho se convierte en un animal rabioso. Ni más ni menos que una locura a través de la exageración de la realidad. Un monstruo erizo en pleno estado de erección. Un estado incomprendido que no para de tallar héroes sobre tumbas de mármol que abundarán en inscripciones y huesos desordenados y en futuras autopsias colectivas. No Future! Sí, no hay futuro, ni sirena que pueda despertar el pesado sueño de los ciegos. Debord lo sabía de antemano. Unos años más tarde, cansado de la premisa del letrismo vuelve a la carga contra la clase enemiga del género humano, la burguesía. Cansado de achicar la poesía, jala celosamente el gatillo de la carabina que le agujerea el corazón y lo convertirá en carne podrida para los gusanos de siempre. Los acólitos del poeta francés y del traductor de barrio Belgrano todavía continúan sin encontrar la bala modelo 70 que les perforó la sien. Parece que la sensación al igual que la canción, sigue siendo la misma. Nada volvió a parecerse a ese pastel edípico relleno de influencias simbolistas. Ya no hay joyas sobre el paño verde mal cortado. El oyente ideal, el absolutamente adecuado, sencillamente ha desaparecido.
Si quieres ser feliz, no analices, no analices. Es evidente, Artaud, para el mundo, sigue siendo un fantasma derrotado.
Nadie desea la muerte del otro, pero si tendría la posibilidad de elegir, lo elegiría al otro, al de al lado. Guy Debord, víctima post mortem de la conspiración de silencio, es el un nuevo suicidado por la sociedad. Y reemplazado no mucho después por una conspiración de habladurías que todavía siguen arrastrando su nombre. Las mismas habladurías del mundo las traduciría amablemente un tal Luis Alberto Spinetta en ese problema revolucionario del ocio que fue Artaud.
Todos asistimos, todos, era el gran acontecimiento social que fue y probablemente, siga siendo de los más atractivos vasallajes inesperados. Como la derrota cantada que el enemigo puede tener de nosotros en su mirada.
¡La vida anunciada bajos estos signos deberá ser una fiesta permanente o no será nada! ¡La sangre debe hervir como el aceite! Dice Debord, atizando el fuego en medio de celebración ritual en las calles parisinas.
¿Y el fuego y el juego, en última instancia, será sin especulaciones, la única racionalidad posible?
Digamos, un síntoma para vivir sin tiempos muertos ni en relojes de arena humedecida. Esa franquicia, para un situacionista, es una zona que puebla una parte de su espíritu y coquetea con hacer de la vida el octavo arte. Debord estará siempre sujeto a insolentes y apasionadas interrogaciones sobre lo que deberíamos hacer cuando la historia nos atrapa. Como un tarotista o un futurólogo. La otra parte del artista, pasea en tiempo reverso sin preocupaciones con un panfleto explosivo que dice liberación y que funciona como bandera y manifiesto. Un Polo Norte que a partir de entonces rige su propia brújula de manera inexorable. En ese errar que recuerda a los personajes de "Rayuela" y no puede parar de contabilizar los experimentos tímbricos de los herejes de moda que han hecho carta de retiro voluntario y el mundo conoce como Beatles. Algo cercano a ese propósito musical merodeaba Gyorgy Ligeti en aquella obra monumental y algo desolada al borde del olvido; El Gran Macabro. Pero surge también, la idea siniestra del eterno performer, de estar perpetuando sin molestias el deseo atávico de orden y represión que manchará sin piedad el sueño del surrealismo colectivo. Artaud estaba entre nosotros. Es sin más, la inexorable mimesis de una personalidad Lycopodium en perfecto autocontrol paseándose libremente en fiestas concurridas por afectos a los ruidos de las revoluciones y los disturbios proletarios. Es un deseo, en esencia. Un falo perfecto embistiendo la garganta de una veinteañera. La muerte del orgullo que permanece inmóvil en el pensamiento. Es la perfección aristotélica. Sólo el pensamiento tiene ese raro privilegio, ser perfecto como un Dios. Y no se mueve, porque encuentra satisfacción en si mismo. Aunque esté en movimiento constante y necesite llevar al mundo la aventura de haber nacido. Quiere saltar y salpicar y contagiar y contaminar al mundo imperfecto. Al mundo de la represiva sensibilidad mundana. Cree significativamente que Artaud es parte de un juego irónico y quizá hasta resulte un mecanismo de defensa ante las dificultades del mundo. A menudo, ese joven flacucho se convierte en un animal rabioso. Ni más ni menos que una locura a través de la exageración de la realidad. Un monstruo erizo en pleno estado de erección. Un estado incomprendido que no para de tallar héroes sobre tumbas de mármol que abundarán en inscripciones y huesos desordenados y en futuras autopsias colectivas. No Future! Sí, no hay futuro, ni sirena que pueda despertar el pesado sueño de los ciegos. Debord lo sabía de antemano. Unos años más tarde, cansado de la premisa del letrismo vuelve a la carga contra la clase enemiga del género humano, la burguesía. Cansado de achicar la poesía, jala celosamente el gatillo de la carabina que le agujerea el corazón y lo convertirá en carne podrida para los gusanos de siempre. Los acólitos del poeta francés y del traductor de barrio Belgrano todavía continúan sin encontrar la bala modelo 70 que les perforó la sien. Parece que la sensación al igual que la canción, sigue siendo la misma. Nada volvió a parecerse a ese pastel edípico relleno de influencias simbolistas. Ya no hay joyas sobre el paño verde mal cortado. El oyente ideal, el absolutamente adecuado, sencillamente ha desaparecido.
Si quieres ser feliz, no analices, no analices. Es evidente, Artaud, para el mundo, sigue siendo un fantasma derrotado.
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